Colombia, el país que dijo «no» a la paz y que ahora permite el asesinato de quienes dijeron «sí»
Colombia lleva décadas buscando la paz para su propio territorio. Desde 1982 que se iniciaron los acercamientos con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia-Ejército del Pueblo (FARC-EP), bajo el mandato de Belisario Betancur; pasando por las conversaciones en el Caguán con el gobierno de Andrés Pastrana; sufriendo la ofensiva militar promulgada por Álvaro Uribe; hasta llegar a las conversaciones de 2012 en La Habana con el interés de Juan Manuel Santos de poner fin a más de cinco décadas de conflicto cuyo resultado ha sido 9.659.204 víctimas registradas, 8.219.403 personas desplazadas y 194.814 víctimas de desaparición forzada directa e indirectamente.
La Habana fue el espacio en el que las ya extintas FARC-EP y el Estado colombiano, durante seis años, fueron proveyéndose de gestos mutuos para la consolidación final del acuerdo entre ambas partes basadas en la Reforma Rural Integral; la participación política; el fin del conflicto; la solución al problema de las drogas ilícitas; el tratamiento de las víctimas en base al Sistema Integral de Verdad, Justicia, Reparación y No Repetición; y la implementación, verificación y refrendación del propio acuerdo. De la capital de la isla cubana, surgió un primer acuerdo que se remitió al pueblo colombiano para su refrendo. En un hecho histórico –y aunque por la mínima, además de con una altísima abstención−, la mayoría de las personas de Colombia dijeron «no» a la paz.
Así, la propuesta que surgió de La Habana se vio fuertemente modificada antes de enviarse, vía decreto, al Congreso de la República. Primero, aumentaron las penas y sanciones en el marco de la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) en relación con los crímenes de lesa humanidad y los crímenes de guerra, motivado por el odio existente hacia aquellas personas que se alzaron en armas. Segundo, se restringió la participación política de las personas que anhelaban deponer las armas para reincorporarse a la vida civil y política, remitiéndolas primero al cumplimiento de los fallos emanados de la JEP. Tercero −y, quizás, una de las cuestiones de mayor calado− la reforma agraria quedó limitada en términos de restitución de tierras, primando la propiedad privada por encima del interés general que emana del uso de la tierra. Cuarto, se introdujeron planes más severos para la sustitución de cultivos ilícitos impidiendo una transición justa para con el campesinado. Y, quinto, a pesar de no tener grandes modificaciones, no se introdujeron las medidas y recursos suficientes para las garantías de seguridad de las personas firmantes del acuerdo.
Y es que estos cambios han alterado la construcción de la paz en Colombia, tal y como ha demostrado el tiempo. Especialmente, en aquellos que se refieren a la participación civil y política de las personas firmantes de paz; las garantías de seguridad para el ejercicio de la política; y los diferentes mecanismos que se crearon para la reincorporación y normalización de las personas que ahora se sumaban a la vida democrática. Nada más lejos de la realidad, la pensada estructura para proteger a las personas firmantes de paz parece haber fracasado, lo que lleva a afirmar que Colombia permite −de alguna u otra forma− el asesinato de estas personas.
Desde el año 2016, y dependiendo la fuente que se utilice, la cifra de personas firmantes de paz asesinadas asciende a casi medio millar. En 2017 se reportó el asesinato de 33 personas; 65 en 2018; 78 en 2019; 76 en 2020; 55 en 2021; 50 en 2022; 50 en 2023; 31 en 2024; y 34 hasta la fecha de 2025, tal y como recoge el Instituto de Estudios para el Desarrollo y la Paz de Colombia. A pesar de que la tendencia ha ido decreciendo, los escenarios de riesgo y los factores de amenaza a la población firmante siguen siendo altos en muchas regiones del territorio colombiano. Las causas podrían resumirse en, primero, por la falta de implementación de todas las líneas estratégicas del propio acuerdo de paz. Segundo, por la ineficacia del gobierno colombiano de seguir negociando la paz con otros actores involucrados en el conflicto colombiano. Y, tercero, debido a las nuevas dinámicas del conflicto, su carencia política y su intensidad transnacional.
Lo anterior ha llevado a una palpable ineficacia del Estado colombiano de proteger a la población firmante de paz. Esto se ilustra, por ejemplo, en septiembre de 2025, cuando las Autodefensas Gaitanistas de Colombia (AGC) –conocidos también como el Clan del Golfo−, amenazaron la vida de todas aquellas personas que cuestionen el orden establecido en Colombia. Lo hacen bajo el presupuesto del «orden y limpieza» y «declarando objetivo militar» a «candidatos del Polo Democrático, Colombia Humana, Partido Comunista, Partido Comunes, Partido Progresista y Unión Patriótica UP». Arremete igualmente contra «líderes sociales y reclamantes de tierra» o «mujeres de SISMA Mujer y otras ONGs feministas extranjeras». Y es que las AGC saben cómo dar muerte a la disidencia política y a aquellas personas que defienden los derechos humanos, ya que sobre su estructura en armas –para algunos simplemente una banda criminal− y sus pésimos reclamos políticos, recae una cantidad ingente de muerte.
Por férreo que pueda sonar, ni los grupos paramilitares ni los vigentes grupos armados tienen la responsabilidad –que no la culpabilidad− del asesinato de las personas firmantes de paz. La misma –que, en realidad, recae en un deber jurídico− se encuentra frente al Estado colombiano. A este es al que le corresponde proteger la vida de todas las personas en su territorio y, si cabe, aún más importante, proteger a quienes se unieron para decir «sí» a la paz.
No obstante, el Estado colombiano, parece encontrarse en un estado de ausencia permanente frente al propio acuerdo de paz. Primero, debido a la desarticulación del propio acuerdo bajo la administración de Iván Duque. Preocupado por profundizar en las reformas neoliberales en contra de las gentes de Colombia, nunca tuvo intención de seguir reforzando el acuerdo de paz. Y, segundo, debido a que el gobierno de Gustavo Petro ha tenido que lidiar con las élites colombianas, quienes han convertido su tarea legislativa en una imposible. Además, Petro podría haber reafirmado el proceso de paz y decidió no hacerlo, algo que tampoco se nos puede escapar, cuya crítica debe consolidarse en seguir dotando al acuerdo de los recursos y mecanismos necesarios para la consecución de la paz total en Colombia. Esta abarcaría la implementación integral del acuerdo de paz; el impulso a nuevas negociaciones de paz; el desarrollo de estrategias para desescalar la violencia; y la promoción de la cultura de paz en la cotidianeidad de las personas que habitan Colombia.
Estando en este punto, y trayendo a colación el «qué hacer» ante esta situación, deberíamos acercarnos a cuatro enfoques. Primero, a uno global. A la comunidad internacional hay que trasladar que el conflicto en Colombia no terminó en 2016. Solo fue un pequeño impulso para todo aquello que se debía construir a partir del mismo. Este enfoque demanda igualmente seguir fomentando la cooperación internacional en el contexto de la construcción de paz estable y duradera. Segundo, uno estatal. La historia en Colombia ha demostrado cómo el Estado se ha enfocado en políticas centralistas incapaces de actuar sobre los territorios y la transformación de los mismos, dejando enormes vacíos de poder que sustituyen al democrático. Tercero, si concebimos un Estado descentralizado, afirmamos que las políticas deben dirigirse a reforzar los departamentos o las regiones, haciendo viable el progreso del pueblo en condiciones de verdadera igualdad y con las suficientes garantías. Estas dos últimas, nos lleva a afirmar ya no solo la importancia de lo estatal y lo departamental en la construcción de paz, sino que lo verdaderamente transformador es cómo la construcción de paz desde lo local afecta en positivo a la vida de las gentes y cómo la misma hace posible la participación de la sociedad en la generación de vínculos comunitarios que deriva, ahora sí, en la paz total.
No en vano, el Estado tiene que permanecer fuerte frente a aquellos que amenacen la transición a la vida democrática y a la implementación de una política de paz total. Primero, a través de las medidas de seguridad ya provistas en el propio acuerdo de paz: prevención, protección y evaluación y seguimiento de la participación política y social de las personas firmantes de paz. Segundo, a través de la correcta asignación de los recursos humanos y económicos para ofrecer verdaderas garantías que no amenace el derecho a la vida de las personas firmantes. Tercero, a través de la mejora de las condiciones de las mismas por medio del fortalecimiento de las comunidades. Y, cuarto, mediante políticas de transformación social que sean capaces de incidir en la reconciliación entre unos y otros para la superación final del conflicto colombiano con un Estado fuerte, con presencia integral en las regiones y a través del fortalecimiento de la paz local.
En el entretanto, el reclamo social sigue siendo la única opción para demandar al Estado una mayor y mejor consecución de la paz en Colombia. El conflicto colombiano es uno de larga duración e intensidad y la llegada de la paz al territorio no será una tarea fácil. Necesita un andamiaje que pase por la implementación progresiva y total del acuerdo; las suficientes garantías para la consecución de la paz total; y el entendimiento de las nuevas formas transnacionales que ponen en jaque la paz en Colombia. Para ello se demanda un Estado fuerte, como organización política, y desde los cuatro enfoques: internacional, estatal, departamental y local. Demanda también un gobierno sólido, con las suficientes posibilidades legislativas de transformar profundamente el territorio y las cuestiones estructurales que se esconden tras el propio conflicto. El reclamo debe construirse con autonomía y sin permiso, uniéndonos en lo internacional, en lo estatal, en lo departamental y en lo local para proteger la vida. Para proteger lo que somos. Para hacer de la paz en Colombia una estable y duradera.
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